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De aquí p’ allá… Casetes, celulares, enojo y de nadas

Vicotrópico

En las carreteras también hay clasificaciones, ¿estamos de acuerdo?. Pues quiero relatarte que hace años recorrí una serie de caminos que me llevaron al hogar de un carpintero, en cierto punto de la sierra entre Jalisco, Nayarit y Zacatecas.

La camioneta en la que viajaba era pilotada por un arquitecto genial, volcado sobre técnicas de construcción tradicionales y ecológicas; el compa, melómano, aseguraba que los casetes eran de lo mejor para escuchar música y al mismo tiempo le desesperaba que las compañías no vaciaran sus mejoras tecnológicas en dichos chuchulucos e impedir su sepelio. Muestra fiel de su discurso era una grabadorcita de una sola bocina que cargaba junto con una lata (antes de galletas) con sus cintas favoritas.

Nuestra primer parada fue en el Teúl, punto de abastecimiento para el resto del camino y donde topamos con un llamativo local de telefonía celular, el tsunami de la individualización se hacía presente y avanzaba de forma tal que aunque el don que atendía parecía renuente a olvidar el atuendo que -podía uno deducir- había sido el de toda la vida: ranchero en conjunto azul amezclilladón, sombrero limpio y sin resquebrajaduras (como de dominguear), bota vaquera y la mirada bien plantada descifrando el aparatejo que sostenía con sus manotas frente al rostro, ahí estaba: fuera del campo y lejos de sus animales, acorralado entre dispositivos…

Continuamos hasta Bolaños, donde pasamos la primer noche… la cosa ahí comenzaría a cambiar: el pasaje al ‘lado salvaje’ fue un puente sin concluir, pero sí celebrado (saca tus conclusiones). Rodamos sobre caminos de tierra y piedra, comprendiendo que la carpeta asfáltica representaba acordes estridentes y desafinados de una composición maleta a la que la raza estaba adiestrada a apreciar como buena música.

Llegamos de noche a casa de un duro y recio compa que estaba enamorado de una mujer que no era la madre de sus hijos; bebimos té de ‘enojo’ -decía él- (bueno para la digestión) y dormimos en un carretón con la cabeza hacia la parte despejada para contemplar un cielo estúpidamente estrellado. Estoy casi seguro que era diciembre porque era tiempo de cohetes y de ir a meter materias para un nuevo semestre. Al día siguiente ví desde la Mesa donde nos encontrábamos, lo bonito de ese otro país dentro de México.

Allá al fondo del camino, en otra población a la que llegamos entre barrancos y sobre caminos bien estrechos y accidentados, conocí al carpintero que de tronco caído tomaba su materia prima y a ojo con motosierra en manos hacía tablas; la tarde cedía y él en uniforme de fútbol nos invitó a pasar la noche en su casa y cenar el pozole que su señora preparaba para vender, con los granos de maíz más blancos y grandes que he visto en un plato; al día siguiente vestía todo de acuerdo a su costumbre y fuimos a cosechar un frutito silvestre que sonaba a rikirrán o algo así, donde un servidor en plan de buen novato le preguntaba cómo se decían algunas palabras en su idioma.

Me compartió entre risas la voz para saludar, para el perro y el gato, para el gracias pero no para el de nada, diciendo:

-¿Para qué usar palabras que le quitan lo bonito a un gesto?, porque cuando agradeces es que recibiste algo y el que algo dio se ha de sentir bien por lo mismo; por eso no debería de haber voz para decir de nada

-¿Entonces?

-Pues una sonrisa estaría mejor, ¿o qué?

Tiempo después, en la costa guerrerense, hacía recuento de aquél viaje. Todo, como siempre, había cambiado. Los celulares nos habían acorralado y ni sirvieron para mantenerme en contacto con el arquitecto, los caminos, entre asfalto y piedra suelta, me habían llevado al paraíso secuestrado – uno y otro México dentro de México; cuando alguien dice gracias quisiera quedarme callado en respuesta, pero las convenciones son muros gruesos. Al volver a casa me vendría bien un té de enojo para cuando termine de ver el atardecer sobre las montañas de agua.

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