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De aquí p’ allá… Al capitán

Vicotrópico

No puedo decir que lo conocí desde el principio, pero sí casi casi. Me contaban como una especie de fantasma entre los chicos del fraccionamiento porque eso de saltar de un lugar a otro va generando una personalidad de rompecabezas y lo cubre a uno con una capa de semi invisibilidad, emanando desarraigo y pasión a partes iguales. Él lo notó enseguida y tuyo la fineza de nunca hacer las desgastadas preguntas, solo dijo algo así como que nosotros seríamos los jinetes del atardecer y que las bicis eran caballos… el asunto me pareció adecuado, habría sólo que estar, ser, imaginar y pedalear.

Para aquél entonces, ni sus padres lo veían ya como suyo. Algo, en algún momento, se había marchitado en sus miradas y a veces yo llegaba a pensar que lo tenían en casa parte por caridad y parte porque echar a la calle a un chavo que apenas llegaba a la secundaria estaba muy mal visto. Tal vez sabían que la suerte estaba echada y tratar de enderezar la rama podría torcerla más o romperla.

Aclaro, el compita no era malo. Sólo que era diferente. Y ser diferente en ese momento y en ese entorno, no era buena receta. Un ser a destiempo, adelantado o atrasado a su época; alguien cuya sola mirada podría adivinarse anacrónica.

A todos las “cosas” nos llegaban por recomendación y/o influencia; pero a él no, a él parecía llegarle todo de frente. “Cosas” eran música, libros, vivencias, artefactos, lugares. Muchas veces fui testigo de escenas que ahora comprendo como puramente psicodélicas, como cuando notó un impermeable colgado en un poste durante una excursión en el centro de la ciudad y la lluvia comenzaba a anunciarse con unas gotas gordas y pesadas como las que caen en los cerros que rodean a La Pluviosilla; estábamos disfrutando el espectáculo de la gente dispersándose con aquellas primeras gototas y preguntó -no tanto a mí, sino al aire- si aquella prenda, tan adecuada para el momento, sería una señal y cuál sería su cometido… me limité a darle la mirada que actúa como pistolazo para los atletas. Corrimos a por el impermeable y lo descolgó de su gancho de acero anclado al recto poste de madera propiedad de la compañía telefónica para seguir corriendo como buscando la meta de nuestro desboque, el cometido de la misión cósmica que decidió tomar; dimos vuelta hacia una calle peatonal y la lluvia había arreciado, la gente dejaba despejada la vía para que la presencia de un menesteroso se hiciera más notoria: un man como los que siempre hay en las ciudades, de los que duermen bajo las bancas públicas, un tipo al que no le importaba la lluvia pero que sí se abrazaba porque el viento no dejaba de ser canijo y frío.

-¡Aquí está, listo! – le dijo poniéndose frente al auto abrazado y solitario loquito del centro que por un instante nos dio una de las miradas más auténticas que he recibido en toda mi vida.

-Bien, entre las olas seguimos – sentenció el otro al tiempo de echarse encima la manga.

…y nosotros también seguimos, ya sin correr sino dejando que la lluvia nos mojara bien, vigilando que nuestras embarcaciones de tapón no cayeran en cada alcantarilla de esquina, hasta llegar a nuestras casas.

Con el tiempo, ambos compartimos el destino del andariego, solo que cada quién por su lado. No llegaron a tres las ocasiones que me ví tremendamente sorprendido por toparlo en los lugares menos esperados, pero sí que nos seguimos encontrando y nunca nos hicimos las desgastadas preguntas, compartimos lo que había a mano y fluíamos cada quién sobre su embarcación – eso sí – cuidándonos el uno al otro cuando alguna alcantarilla aparecía.

De él se sabe que ha muerto varias veces, así descubrió necesarios y prudentes olvidos. Se vale de cartas sin timbres que viajan como polizones en las alforjas de los carteros para encontrarme cuando es necesario, porque ¿sabes? por más náufragos que al final seamos, a veces sólo necesitamos estar y ser e imaginar.

 

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