Columnas

De aquí pa’ llá… El corazón y el dolor

Vicotrópico

Mayo en Guadalajara se antoja para vivirlo de noche; sin tanto sol que abrase, pidiéndole a Ehécatl algún vientecillo.

A principios de ese mes en 2006, llegué a comer a una cocinita de una asociación jalisciense que trabajaba con grupos indígenas. Esa tarde, mi misión era recibir gente porque había que agarrar camino a San Pedro Atlapulco a la madrugada siguiente, pero la cosa cambió y mi gusto fue platicar con aquél señor Yoreme, miembro del consejo de ancianos de su comunidad.

Cuando hablaba, parecía que declamaba, o también, que cantaba. Decía las cosas como quien dejaba claro que había recorrido muchos, muchos caminos… o vivido varias vidas.

Decía sobre el inicio del día, que no podía ser así nomás, había que poner atención a cómo pintaba todo: el acomodo de las nubes, cómo brillaba el sol, que si la hierba cómo estaba y si volaban pájaros en el horizonte, cuáles y cuántos eran. Decía que todo tenía un mensaje.

Hablaba sobre la siembra y el maíz y los animales.

Mucho era lo que decía y poco lo que recuerdo; estar al frente suyo requería una grabadora porque su palabra era como un arroyo: un constante fluir, remansar; golpeteaba de piedra en piedra y de idea en pensamiento, acariciaba una raíz por un lado y luego humedecía un musgal que llevaba a una mata y la mata subía a una flor (la de la palabra); dinámico y sin tiempo – en todos los tiempos. Creo pues, que lo suyo era un ejercicio puro de dar mensaje.

Lo de la grabadora no es cuento, en esos días en San Pedro, pude ver a algunos másters grabar las palabras del viejo, que tiempo después fueron publicadas en un suplemento que recoge el tema indígena como pocos.

Cuando es necesidad sentir lo que sucede a mi alrededor de otra forma, traigo al presente dos pasajes relacionados con ese señorón. El primero me manda a aquella tarde en la cocinita donde lo escuchaba encantado, de la tarde pasábamos a la noche e hice intento por buscar el interruptor del foco cuando Don Alfredo me dijo: “¿para qué necesitamos esa luz?; no es necesario vernos las caras, cuando nos estamos mostrando el corazón”.

El segundo sucedió meses después, cuando dedicaba parte del día a asistir a la universidad y la otra parte a trabajar en una cooperativa panadera, jornadas de mucha bici, perros y buen rock & roll en Santa María Tequepexpan… estábamos en unas tierras que me parecían muy al norte, un lugar al que todavía no he llegado; trabajábamos en unos surcos donde apenas nacía el maíz y en cierto punto usábamos de apoyo el azadón para ver el cielo cuando un enjambre de abejas nos sorprendía con picotazos a lo bestia. Yo le decía al man: “¡me duele! ¡qué dolor!” y mientras él volvía a mover el azadón, entregaba el mensaje: “¡trabaja, trabaja la tierra! ¡solo trabajando se quita el dolor!” …él echaba a reír y yo volvía de mi sueño.

¿Cuál es esa luz que nos ciega?

¿Cuándo estamos mostrando el corazón?

¿Qué dolor? ¿Qué azadón?

¿Cómo trabajar?

Cosa de cada quién…

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