De aquí p’ allá… Lo que va menguando
Era de madrugada y aquello era un pequeño bullicio. Era también mi primera vez en aquella porción de costa que luego se volvería habitual en los años siguientes. El rugir del mar sonaba fuerte y bello, latigueante, rompedor, aplaudía de tanto en tanto con sus cambiantes manos de agua salada y la otra de arena.
La primera tarea fue encontrar un buen punto en alguna enramada para montar el campamento y luego dormir un ratito porque al interior del camión en el que llegamos todo había sido incomodidad y fiesta (la de los otros chavos que desde que abordaron daban por inaugurado el guateque de todo un puente). Después de un poco de sueño, el calor nos activaba a todos y el mar ya era rumor de bienvenida, como que decía “mírame, soy el gran mar-océano, el hermoso”. Además de los campamentistas, pasaban pescadores-lancheros y uno que otro marino, de uniforme blanco y rifle al hombro, patrullando la playa; a mi parecer, más de la mitad de sus corazones se derretían por pasar el rato con nosotros.
Ni un hotel a la vista, si acaso algún cuartito en renta, pero ahí en la mera playa: pura enramada; y la raza dormía al interior de sus tiendas de campaña o sobre alguna hamaca, propia o rentada.
Durante el día y hasta el atardecer, pequeñas pandillas de escuincles revoloteaban de un lado a otro, armando divertido argüende, alguno cargando una canasta o cubeta cuyo interior guardaba el tesoro alimenticio de la zona: las deliciosas pescadillas.
La noche se guardó lo mejor de una primera vez -ya sabes, cuando alguna primera vez es realmente memorable y conmovedora- entre voces y gritos fue imperativo apagar fogatas dado el derecho ancestral de los seres que daban la vuelta al mundo para volver a su playa. Verlas salir del agua era impresionante; testigos de la vida en el mar y sembradoras de vida en la arena, la gran tortuga golfina haciendo la marcha del desove; percebes y algas en sus caparazones, resoplidos generosos, ojos profundos y lindos que han visto mucha agua pasar delante de ellos. La sorpresa pasó pronto para la mayoría; mi asombro fue tal, que permanecí al lado de una de ellas, notando su esfuerzo al excavar el nido donde depositaría sus huevos -las crías que no nacerían a su lado- y permanecí hasta que regresó al mar tras haber protegido con arena a su siguiente generación.
En estos días de tanto incendio y mala calidad del aire y áreas naturales desprotegidas y aguas contaminadas y playas destruidas, me voy acordando de mis lágrimas al ver las de la tortuga al desovar; me queda claro que son tiempos de lágrimas -y luchas- pues las listas se van acortando: la de los animales, la de los bosques, la de la salud, la de la alimentación sana, la de los ríos y del agua en general… la del humano.