Columnas

De aquí pallá… El sueño del agua

Vicotrópico

Voy acelerando y algunos bichos se estrellan en mi casco, en mi cara dejan manchas sanguinolentas. El aire huele a campos quemados, a plástico que arde, a animales muertos. Al viento la pajarería: garzas negras cortan las columnas de humo, palomas grises se estrellan contra las factorías, cuervos dejan caer los ojos que sacaron a los restos de las vacas en los establos abandonados, un hollín grasiento se adhiere a las fachadas de las casas, los monumentos por fin cayeron en el olvido.

Ratas y cucarachas son el caudal de los nuevos ríos porque los naturales se secaron hace tiempo… aunque ellas también van menguando, aquí ya pasamos como 5 puntos sin retorno.

Aprieto los labios para que mi boca no pruebe el sabor de la muerte.

Veo perros comiendo perros. Y ya no hay sonido, nada más allá del motor de mi motocicleta y sus llantas contra el pavimento. En otras épocas se acercarían los festejos de año nuevo, en estos días se acerca la fecha de caducidad para el combustible.

Voy camino a un lugar que sabía de difícil acceso, en busca de líquido limpio, por querer vivir unos días más, para ser testigo del horror que comenzó cuando la privatización de la base de la vida: el agua.

Mi vehículo no es todo terreno, debo buscar calles y carreteras, pero han quedado tan asoladas que me es difícil encontrarles cachos buenos. Sé dónde hay gasolina, pero no puedo calmar mi sed. La cabeza me estalla y tengo leves alucinaciones. Han vuelto los perros negros de mis despiertas pesadillas, me acechan a cada tanto, esperan desgarrar el recio cuero que se pega a mis huesos.

No me he dado cuenta pero esquivo matorrales de fuego, la carretera se ha incendiado, pues ahora todo arde y el mundo se quema. Nada de lavadero y mugre yéndose al caño, sino purificación a través de incineración. El reseteo de la naturaleza por una pequeña parte de su historia: la humanidad. Solo que no se sabe si habrá vida nuevamente. Ya a nadie le tocará dar cuenta de ello; no en nuestro idioma y entender. Humano no; no por favor.

Una canción serviría para distraerme del tinnitus y de la migraña y de las llamas. Irónicamente solo viene a mi mente Goodbye blue sky de Pink Floyd. Acelero como intentando que atrás queden las ganas de entregarme junto con el mundo.

Recuerdo Arocutín, estar al interior de un sauna -fuego y agua, otra ironía- escuchando la historia del mestizo adoptado por los indígenas, que se movía entre épocas e historias, que hablaba sobre la condena de haber perdido la batalla del fuego y lo preocupante de la siguiente gran guerra que la humanidad enfrentaría: la del agua… decía que esa guerra sería la nuestra, pero el man murió y si acaso dejó instrucciones, no sirvieron de mucho.

Con piedras he escondido mi vehículo; lo que sigue es caminar la tierra estéril y ardiente, esquivar un par de cerros y hacer bajada en una cueva donde un hilito de luz es la guía cuando al día le falta poco para desdibujarse. Está ahí, quieta, triste, sola. Le beso y me acuesto a su lado, tumbados los dos en su sepulcro, ella con ojo abierto y yo rendido, me desconecto.

Caigo en una espiral accidentada: veo caer las hojas de los árboles -¿he vivido la vida de los dioses?, recordando a Díaz Dufoo hijo– mientras floto en la poza Reyna allá por Los Tuxtlas, me cuesta trabajo mantener los ojos abiertos entre la brisa feroz de las cataratas en Niagara, contemplo el puente Albatros sobre el brazo del Balsas en Lázaro Cárdenas, oigo las voces de mis hermanos diciendo que mi padre nos llevaba de día de campo a orillas del río Blanco en las afueras de Orizaba (mismo que nadé muchos años después), me llegan compactadas las fiestas interminables ante el mar Chapalico, como pescado a la talla pegadito a la laguna de Tres Palos, camino entre el cieno de la boca de Barrio Viejo para luego flotar en su agua de sierra juntándose con el mar de la Costa Grande de Guerrero, me tumbo en una azotea a contar estrellas fugaces mientras se reflejan en la presa de Valsequillo cuya agua nunca me atreví a nadar, recorro el Tour del Terror desde las afueras de Guadalajara para llegar a Juanacatlán y El Salto donde el Santiago multiplica su espuma tóxica, contemplo desde la ventana de un húmedo estudio al Atoyac en Puebla capital ante un insoportable hedor; un carrusel de noticias (oficiales y no) se sucede frente a mis ojos: derrames de lodos tóxicos provenientes de mineras, envenenamientos deliberados de ojos de agua, cientos de litros de ácido arrojados al océano…

De vuelta en la cueva y faltándome el aire, notando que el agua junto a mí ha retrocedido y con miles de formas haciéndose y deshaciéndose en un violento continuum me encara (sí, el agua me encara) mostrando su invalidez, desahucio irreversible, una angustia que anuncia devastación, la condena de todos los pueblos que no comprenden cómo al agua se le puede vincular tan grotescamente con el dinero, la violencia del poder ejercido por entes siniestros.

Con un grito despierto y me descubro tendido en el pasto de nuestro pequeño jardín; el mundo no arde y las tuberías funcionan ‘como siempre’ conectadas a la grifería y la lavadora. Siento que pasto y tierra ondulan, lavar trastes y bañarse es cosa tan normal…

Perdimos la del fuego, preparémonos para la guerra del agua.

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