Columnas

De aquí p’ allá…. Lo que ya no somos

Vicotrópico

La noche fue (un poco) algo parecido a un martirio: el suelo muy luego-luego, frío con ganas; el sleeping se quedaba corto en su función, con todo y que metía la cabeza queriendo armar un microclima. Para acabarla de amolar, un bebé lloró toda la noche, ahí a unos pocos metros.

Había que aguantar.

Lo más atinado fue dar pasos fuera de la construcción donde había intentado descansar. Al salir, comenzaba un vallecito con pendiente al frente, pasto corto de pastoreo bien llevado. Caminé siguiendo unas indicaciones vagas. Esa alfombra, que más que verde se veía plateada con los primeros rayos del sol, crujía bajo mis botas y sentía que más frío desprendía, pero tenía que moverme para encontrar algo de consuelo.

Había que caminar.

Una vez que hube llegado al principio del bosque, el viento como que me quiso llevar; era un bosque diferente a los acostumbrados -ni una méndiga basura- sin rastro de ser violentado, árboles grandes y pacíficos creciendo a sus largas. Más allá, las piedras, tirando a la izquierda de como comencé a caminar, esquivando y serpenteando, ya se veía venir el premio, una vista como pocas: la sierra de perfil, testigo de los tiempos, sitio sagrado, resguardo de lo esencial, gran ola de montaña toda de trancazo colándose hasta el fondo de la mente abierta por la vigilia.

Había que fascinarse.

Va de vuelta pues la tripa urge, la gente ya da claras señales de acción.

Hay un tendajoncillo compuesto por algunos palos “vendados” con una tira de costales cosidos uno tras otro y en su interior una mujer muy morena se baña a jicarazos, ella es como una roca sacada de una fogata y el agua que vierte sobre su piel se vaporiza luego de recorrerla un poco – en conjunto, es un temazcal; dos hileras de dientes blancos me sonríen diciendo en su idioma: ¡Hola!

Sonriendo veo que también están sus ojos profundos de noche en su bosque.

Había que perderse.

Luego de un desayuno de huevo con chile y un buen café, todo fue tomando forma. Poco menos de 120 habitantes en aquél caserío se disponía a recibir a otros tantos; la gente estaba citada a medio día para asuntos de su gobierno tradicional, la mayoría llegaba a pie.

Los más equipados llevaban una cobija atada con un mecate; gente que caminaba (algunos, por días) para atender asuntos de comunidad. El pueblo con capacidad para influir en sus destinos. Con voz y acción.

Había que aprender.

Lo que sigue habiendo allá tal vez lo fuimos y nos existió algún día.

Había que imaginar.

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