Agricultura

Comer sin gastar un solo un peso

Magaly Herrera López

Don Antonio Sánchez, un hombre tan rico que lo que menos le importa es el dinero.

Tetela de Ocampo, Puebla.- San José es un pueblo tan pequeño y marginado que el avistamiento de autos foráneos es extraño, mientras que alcanzar la cima del cerro que delimita los linderos es una proeza. Ahí, en las alturas, se aprecia la casa de Jesús Antonio Sánchez Cervantes, un hombre tan rico que lo que menos le importa es el dinero porque a sus 64 años de vida nunca ha gastado un centavo para comer.

“Eso sí, he comido de todo y muy bien”, afirma con el buen humor que mantendrá durante nuestra visita. Pollo, puerco, pato, armadillo, zorro, tlacuache, hasta otras cosas que no termina de contar porque lo interrumpe una risotada espontánea.

Su casa verde turquesa está rodeada de parcelas sembradas de avena, con árboles frutales que ofrecen una sombra modesta, propia de la primavera, pero que en un par de meses –cuando las lluvias arrecien-  será tan frondosa y abundante por las manzanas, duraznos, guayabas y ciruelas que cosechará.

“Así como me ve – con el cuerpo erguido como el de un joven atleta y las mejillas rojizas que contrastan con su piel blanca- no necesito dinero, ¿o sí?”, pregunta con la seguridad de quien sabe la respuesta.

“Tengo todo, no me hace falta nada”, afirma mientras extiende los brazos hacia un paisaje generoso de coníferas y otras especies propias del bosque templado.

El apoyo de Sihua

Don Antonio es un hombre que no se deja impresionar porque, dice, sabe bien lo que tiene: “Me levanto temprano, cuido mis propias tierras, cultivo mi comida y hasta el pulque que me he de beber cuando se me antoje”. Ríe.

Acompañado de su hijo Alberto nos conduce a un granero que construyó al interior de su casa y donde hace cinco años la Agencia de Apoyo Rural Sihua -que da acompañamiento agropecuario a poblaciones marginadas con una metodología de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO)- le enseñó a administrar su riqueza: granos de maíz de todos los colores.

Apiladas en la entrada del granero lucen las botellas de plástico recicladas de los refrescos que sus parientes compran para recibir de vez en cuando a sus 25 nietos. Las botellas ahora están rellenas de maíz clasificado por colores y año de cosecha.

Don Antonio gira la rosca de una botella y deja caer sobre la palma de su mano los granos bien conservados. Muestra un maíz que luce brillante, como recién caído de la mazorca; sin basura ni gorgojo, listo para el nixtamal y las tortillas que todos los días han de comer recién salidas del comal.

Granos amarillos, azules, rojos, morados y blancos. Todos cultivados en sus parcelas durante todo el año y conservados de una forma pulcra en esos recipientes que para muchos son basura.

Una técnica que parece simple le ha valido a la familia Sánchez para vivir sin roedores dentro de una casa en medio del campo. “Ya no vienen las ratas a robarnos el maíz como antes, tampoco se nos echa a perder. Ahora, si necesitamos maíz, puede subir cualquiera de nosotros al granero y jalar una botella y llevarla hasta la cocina”, dice Alberto, hijo de don Antonio, quien se muestra entusiasmado por aprender más del campo.

Los agrónomos de Sihua también han llegado a la comunidad de San José para enseñar a don Antonio a sembrar de mejor manera: la distancia exacta para que las milpas crezcan y produzcan más, intercalar cultivos, repeler plagas con biofertilizantes que la familia elabora para cuidar sus cultivos.

¡Aquí hay de todo!

Hemos viajado casi dos horas desde la cabecera de Tetela de Ocampo, municipio de la Sierra Norte de Puebla, hasta la casa de la familia Sánchez para conocer el impacto de los programas internacionales que pretenden reducir la pobreza de los pueblos marginados en México.

“La verdad es que todos mis hijos me han salido chingones”, suelta con franqueza don Antonio mientras nos ofrece una jícara con pulque helado. “Gracias a todo lo que tengo y a mi manera de vivir sin comprar nada para comer, haciendo todo con mis propias manos, es como ellos (sus hijos) han salido de aquí y nada les ha sido difícil”.

Y aunque presume la fortuna de no desprender de su bolsillo un peso para abastecerse de comida, sólo lamenta una cosa: “si ellos (la Agencia Sihua) hubieran llegado aquí cuando yo era más joven, seguramente todos esos cerros que se ven enfrente, ya serían míos”, agrega con nostalgia pero sin perder la sonrisa.

Una familia de patos que revolotea en el patio donde charlamos gana la atención de don Antonio, y confiesa que para reproducirlos en su casa fue necesario andar a pie un par de horas para comprarlos. “Ahí sí, para que vean, pagué casi 300 pesos por los patos, pero no me los iba a comer, nomás me gustaron”, aclara.

Pero la verdad, cuenta, es que ahora le gustan mucho: pato cocido y salsa de chile tostado y nuez -todo producido en sus parcelas- es uno de los platillos que más le gustan. Mucho más que las sardinas o la pasta que ocasionalmente su mujer o alguno de sus hijos van a comprar a la tienda y que, asegura, no le son necesarios para vivir.

“Aquí hay de todo: nueces, frijoles, garbanzos, maíz, ejotes, calabazas, avena, trigo, frutas ¡las que quiera!, chícharos, hortalizas, puercos, gallinas, huevo, de todo. Dígame, ¿qué se le antoja?”.

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